A veces se diría que, en nuestra consideración, son de plastilina. Hace unas décadas un
religioso mínimo predicaba un retiro a un grupo de terciarios y les decía
literalmente esto: “siete figli di San Francesco di Paola, che è stato un santo
furbacchione, il più furbo dei santi”. Una de las principales tentacioncillas
contra la humildad que debería caracterizarnos es esa pasioncilla de sorprender
al auditorio con algo original e inesperado. Probablemente no alcance, menos en
este contexto, ni siquiera la categoría de pecado venial, pero no deja de ser
una cierta imperfección, una mota de orgullo con ese calorcillo interior de “cómo
se habrán quedado con lo que he dicho, qué bueno y qué original soy”.
En honor
a la verdad, hay que reconocer que, por otra parte, el Padre C., predicador de la referida sandez, ha sido un mínimo virtuoso y apostólicamente fecundo, no es broma.
Ahora bien, ¿qué es eso de un santo furbacchione? “Furbacchione” puede tener un carácter
despectivo, equivalente a granuja o bribón; no creo que un mínimo se atreviese
a calificar de tal a nuestro Santo Padre Fundador. O bien quiso decir, con todo
el cariño, que era un pillastre travieso, un listillo astuto. Tanto en un caso como en el otro resulta una burrada, no sólo por ley de
cortesía, sino por amor a la verdad. Ningún testimonio documental relativo a la
vida de San Francisco permite sostener tal aserción. Y lo del “più furbo dei
santi” es una demasía que va de suyo,
sin necesidad de más examen. Todo esto viene a cuento de la facilidad con la
que la hagiografía, la devoción o la predicación (probablemente, no digo yo que
no, bienintencionada) modelan interesadamente
a los santos. Qué fácilmente les hacemos decir lo que nunca dijeron, hacer lo
que nunca les pasó por la cabeza hacer y ser lo que nunca fueron.