miércoles, 9 de noviembre de 2022

San Francisco de Paula Longinos

 Le habíamos visto figurado con cayado de pastor, con bastoncito de anciano, con chuzo de sereno, con báculo patriarcal. Incluso con una humilde caña. Pero...¿con lanza? El pobre anticuario llegó a considerarlo y publicitarlo como Santo Tomás apóstol. Puede pasar que se mezclen imágenes en los almacenes y que se intercambien erróneamente accesorios. De otro modo, esto resulta difícil de entender:



Isabel la Católica y la (liada históricamente) evangelización de América

 

Entre los libros atrasados de lectura, le tocó el turno por fin a “Isabel la Católica y la evangelización de América” (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2020). Son las actas del Simposio Internacional celebrado en Valladolid en octubre de 2018, cuyo evento (y la edición de las actas) se sitúa dentro de la organización vallisoletana en torno a la causa de canonización de la reina. Lamentablemente, aunque no debiera ser así, esto parece condicionar el nivel científico de las aportaciones, en cuanto se conjuga sin disimulo historia y devoción. Pocas novedades en las diferentes relaciones. Tal vez la que a nuestro juicio presenta mayor interés (aunque también se presenta en plan edificante) es la de “Los Concilios y Sínodos de Santo Toribio en la evangelización de América” del profesor José Antonio Benito Rodríguez; el único problema es que Santo Toribio de Mogrovejo nació 34 años después de la muerte de la reina Isabel y el primer concilio en el que participa es de 1583; mucho hay que estirar el chicle de la influencia isabelina para vincular  la relación con el título del Simposio. Otra aportación de interés es la de Carmen Pareja sobre la biblioteca de Isabel la Católica y de algunas mujeres del nuevo mundo; sólo hay que objetarle que parece sólo una introducción, que, en definitiva, nos sabe a poco. La colaboración más amplia es la del profesor Burrieza; no carece de interés, pero en ella hay mucha Castilla y poca América…

Pero vayamos a lo que a la Orden de los Mínimos nos interesa que, tratándose de la reina católica y de la evangelización de América, es lógicamente la primera misión en el segundo viaje colombino.  Cuatro menciones hallamos de fray Bernardo Boyl. Una es la de Monseñor Braulio Rodríguez Plaza que nos dice que “de hecho, fueron 12 clérigos y religiosos los que fueron a este segundo viaje, comandados por fray Bernardo Boyl”. De hecho, una afirmación dudosa no adquiere verdad por la simple repetición. Y de hecho,  lo de los 12 monjes o clérigos es una simple repetición (cierta y tristemente repetida sin objeciones incluso por especialistas en el viaje como Montserrat León) cuya referencia suele ser Pere Català i Roca, quien, basado en crónicas tardías,  afirmaba, además, que fueron 12 monjes de Montserrat.  Los nombres que nos han llegado son contadísimos y no son de monjes de Montserrat, así que tal vez fueron 12 o 5 o 25 o vaya usted a saber.  Al menos Don Braulio dice una verdad documentada: la presencia en el grupo de observantes franciscanos. La segunda mención procede de la relación de otro obispo, Monseñor Ángel Fernández Collado. Esta es más grave: “…en virtud de la bula Piis fidelium (25 de junio de 1493), fue enviada a estos territorios recientemente descubiertos una pequeña expedición de misioneros, presidida por el monje Bernardo Boil, benedictino de Montserrat, como vicario apostólico en las Indias occidentales.”  Vamos a ver, si das una conferencia sobre el Patronato Regio, no te líes y parte de 1508 y la bula Universalis ecclesiae regimini. Porque si no, el peligro es que quieres encuadrar y con las bulas previas te cubres de gloria, como lo ha hecho Monseñor en el texto entrecomillado. Monseñor Ángel podía perfectamente haber omitido la mención de la bula Piis fidelium, porque mencionándola lo único que consigue es demostrar su ignorancia sobre la misma. Tal vez la leyó en algún momento de sopor (no siempre la fisiología permite conjugar con éxito trabajo pastoral y estudio), porque si algo no aparece para nada en la Piis fidelium es que Boyl fuera benedictino… También la ilustre Rectora Magnífica de la Universidad Católica de Ávila se lía: “…Colón fue acompañado de fray Bernardo Boyl –benedictino y amigo del Rey- y de los frailes “mínimos” con el encargo de organizar allí la vida cristiana”; ciertamente era ese el encargo, pero ni Boyl era benedictino, ni nos consta que ningún fraile mínimo le acompañara. Puede pasar a veces: oír campanas y no saber dónde. Un cierto alivio siente uno cuando, leyendo la conferencia de la mucho más documentada María Saavedra Inaraja, se encuentra con la mención de que Boyl fue acompañado por otros frailes, ofreciéndonos a continuación acertadamente los nombres de los únicos 5 miembros del grupo conocidos, albricias.


lunes, 10 de octubre de 2022

Sabiduría mínima

 


Era a mitad del siglo XVIII y la Orden conservaba todavía un tamaño considerable en términos de conventos y número de frailes. El jesuita Cristóbal de Luque predicó en las exequias de una santa monja mínima de Triana y, al publicarse el sermón, lo dedicó a San Francisco de Paula, lo que le dio pie para ensalzar la Ciencia y la Santidad de la Orden de los Mínimos. Aquí transcribo el elogio de la sabiduría mínima:

"...en breve creció tanto (vuestra Santísima Religión) que con sus ramas ocupa la redondez de la Tierra; viéndose en él frutos tan opimos, que con razón es aclamado Árbol de la Ciencia y Santidad. De la Ciencia, pues haviendo bebido en el Mar caudaloso de vuestra sabiduría infusa, corrieron copiosos Ríos por todo el Orbe en todas facultades. Buenos testigos tantos  Sabios Intérpretes de las Sagradas Letras; tantos Theólogos Morales,  Mysticos y Escolásticos; tantos Canonistas, tantos Oradores, tantos Philosophos, tantos Mathemáticos, tantos Eruditos en todas Lenguas, tantos famosos Historiadores, y tantos amenos Poetas. Baste decir: Nullum esse sacrum hominum decens disciplinarum genus, quod a Sancti Francisci de Paula filiis ipso aspirante, non sit diligenter excultum, dice el Sapientíssimo e incomparable Jesuita Theóphilo Reynaudo, y lo confirma con un largo Cathálogo de Mínimos sapientíssimos en todas facultades..."

Pues nada, que de cuando en cuando va bien un chute de autoestima y, aunque sea verdad que a mí tantos, tantos no me salen, y  aunque el elogio pueda parecer desproporcionado e interesado, admitámoslo humildemente como acicate para nuestros tiempos actuales, donde el número es más escaso, pero la proporción, a juzgar por las obras que aquí y allá van apareciendo, tal vez mayor...

lunes, 4 de julio de 2022

Un dios caprichoso y unos frailes tan buenos como obtusos

 

No, decididamente no tenemos mucha suerte los Mínimos cuando salimos en las obras de ficción. Todavía menos cuando las protagonizamos. La obra salió en 2014, pero uno no está siempre actualizado sobre las últimas novedades editoriales. Se titula la novela “Los  caprichos de Dios” y omitiré el nombre del autor porque, por las razones que expondré seguidamente, se trata de persona desmedidamente modesta. La cosa va de un religioso mínimo, un tal Juan Rocaful,  que, como un remedo de Adso de Melk, cuenta sus peripecias de juventud y madurez en torno a la historia del convento de San Francisco de Paula de Alcantarilla.

El autor ha realizado, al parecer, un trabajo de investigación ímprobo, pero, por modestia y humildad, lo disimula bien tejiendo su relato desde la inverosimilitud, adornándolo con el anacronismo y haciendo gala de originalidad terminológica.

 Empezamos con un fraile mínimo “reclutador” que, a la búsqueda de recursos humanos para un convento a fundar en el reino de Murcia, se pierde en el Pirineo catalán a principios del siglo XVIII y recluta a nuestro protagonista (que tiene entonces 15 años) y emprenden viaje hacia Alcantarilla. Vamos en plan El nombre de la rosa y no vamos bien. Pero todavía más pasmosa resulta la historia cuando se nos cuenta, por ejemplo, que el joven Rocaful se da él mismo la primera comunión, que, hallándose en Barcelona varias semanas esperando barco que les llevase gratis a Cartagena, se alojan en un convento de dominicos en lugar de estar en el de los mínimos, o que en comunidad rezan Laudes antes de la cena. Que sí, que son unos frailes raros. Hay uno que a la puerta de la ermita de la Salud, aprovechando el mañanero sol primaveral, se sienta y se remanga la túnica hasta dejar ver los muslos.  Están fundando un “convento que sirva de hospicio”, pues, para el autor, la palabra “hospicio” no tiene el sentido, como lo tenía en aquel contexto, de una casa religiosa incipiente, sino el sentido actual corriente de una especie de albergue de pobres, transeúntes y enfermos. Sigue disimulando su erudición no sólo callando que Belluga aprendió las primeras letras con los mínimos de Motril, sino explicando que el Lector era el que leía en el refectorio, distinguiendo entre el Prelado (simpático gran mandamás, cargo vitalicio en la comunidad) y el Corrector (tipo antipático que juzga y condena). Para ahorrarle al lector ideas claras y distintas, no distingue entre sacerdotes, hermanos y oblatos, de forma que cuando habla del rezo resulta un galimatías y, por lo que respecta al silencio, se guarda en el refectorio durante la primera y segunda misa (será por respeto a la celebración). El problema que tiene abordar el capítulo sexto de la Regla de los mínimos cuando llevas escritas doscientas páginas es que a aquellos pobres frailes a los que se nos ha presentado continuamente atiborrándose de queso, hay que forzarles a enterarse por unos colegas que vienen de Valencia de que el voto de vida cuaresmal se extiende también a la abstinencia de huevos y lacticinios, con lo cual esos protagonistas que nos resultaban tan simpáticos resultan ser unos perfectos  majaderos que no sabían ni lo que habían profesado. Por cierto, raramente les vemos comer  pescado, apenas una docena de truchas que se zampan entre cinco en una Nochebuena.  El protagonista Juan de Rocaful goza, además, del don de profecía, porque, habiendo sido reclutado a los 15 años en 1704 y poniendo fin a su manuscrito a los 71 años de edad, nos relata en el mismo hechos acaecidos en 1763 y en 1770. En fin, caprichetes de Dios…


jueves, 31 de marzo de 2022

Predicaciones

 Que si más allá de diez minutos no mueven los corazones, sino los traseros. Que no por mucho hablar tiene mayor enjundia. Que no puede ser que vayas a misa contando treinta y cinco minutos y te toque el sacerdote charlatán que te endilga una homilía larga y al Ite missa est son ya más de tres cuartos de hora. Que para contar chascarrillos creyéndose gracioso no hace falta alargar tanto la prédica. Que este no acaba nunca, no le entiende nadie (en plan sabihondo) y es toda una penitencia aguantarle el sermón. 

A veces pasa, sobre todo en las fiestas, que si se trae predicador de fuera pues eso, que el hombre quiere ganarse merecidamente el jornal. Recuerdo una fiesta de San Francisco de Paula en que el predicador nos entretuvo con su edificante homilía cuarenta y cinco minutos. En aquella ocasión un concelebrante dijo: "No puedo aguantar más" y en el ofertorio corrió hacia el servicio; ciertamente volvió el hombre con cara de alivio. Corre la leyenda entre los mínimos que en una ocasión en Italia (y en Italia ya se sabe que la parquedad de palabras no es tenida precisamente como virtud) fue el Obispo el que no pudo aguantar más, de modo que al ofertorio el maestro de ceremonias (los hay con oficio) puso en fila a los ministrantes y organizó una procesión de ida y vuelta a la sacristía, novedad que gustó no poco, según dicen, a la concurrencia.

A los quejicas quisiera yo verles en la reapertura de la iglesia de los mínimos de Valladolid en 1826, donde el Padre Miguel de Matas prodigó su verbo oratorio y sabiduría teológica. Dicen que les falló el Obispo. Para mí que su Excelencia tenía excelentísimos informes previos y mira tú por donde que seguramente a última hora se sentiría indispuesto.


(Si abren la imagen en pestaña nueva, se lee mejor)


lunes, 17 de enero de 2022

Los Mínimos y el "Pusillus grex"

 


"Nolite timere, pusillus grex, quia complacuit Patri vestro dare vobis regnum" (Lc 12, 32). No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino (Lc 12, 32). Con la consoladora expresión “pequeño rebaño” (pusillus grex) se ha aludido en la historia de la Salvación a la reducida porción de los creyentes que en todos los tiempos se mantiene fiel a la Palabra de Dios a pesar de las pruebas y persecuciones a que son sometidos.

El año pasado la editorial Encuentro publicó la versión castellana de un pequeño ensayo que con el sugerente y a la vez apocalíptico título de "¿El último Papa de Occidente?" ha escrito el periodista italiano Giulio Meotti (Arezzo, 1980) glosando la figura del papa emérito Benedicto XVI en su particular cruzada contra la descristianización de Europa “en medio de una civilización en desintegración y que una vez fue la joya del mundo”, como afirma el prologuista, John Waters, diagnosticando “los condicionantes externos y las patologías que aceleraron este proceso”. En uno de los capítulos del libro el autor va desgranando datos acerca de la aceleración del proceso de abandono de la Iglesia por parte de los europeos; en relación con la capital de la nueva Europa por antonomasia, la ciudad belga de Bruselas, nos dice que allí la mitad de los niños de las escuelas públicas son musulmanes y que solamente el 1 % de sus habitantes se reconoce como católico practicante: “en Bruselas los musulmanes tienen 77 mezquitas llenas de gente rezando; los católicos tienen 110 iglesias casi vacías, 35 de las cuales están destinadas a ser cerradas”. Supongo que para no abrumar al lector con tantos datos, Meotti los va entremezclando con anécdotas, propias o ajenas, que sirven para ilustrar mejor su discurso; así sucede con la que va a ser objeto de esta entrada, de la cual, por cierto, no podemos saber quien fue a ciencia cierta su protagonista porque la referencia bibliográfica de la que se toma la cita está equivocada en las notas al texto; dice así (p. 46):1

«En el corazón del casco antiguo de Bruselas, en el barrio de Les Marolles –una zona con población mezcla de inmigrantes pobres y hípsteres fumadores de Gauloises [cigarrillos]- hay una iglesia decadente, la Iglesia de los Mínimos, construida a principios del siglo XVIII donde antes había un burdel. Una tarde, a finales de diciembre, llegué a tiempo para la misa de las 12:15, pero la iglesia estaba completamente vacía. Después de un rato, apareció un hombre y me señaló una puerta. En una capilla no más grande que un comedor, encontré la asamblea, compuesta por una mujer de 60 años, un hombre de 50 años y el sacerdote, de pie ante una pequeña mesa cubierta con un paño blanco en la que había una Biblia, un misal, dos velas y un crucifijo».

Si hemos de creer al desconocido cronista de que se hace eco Meotti, y no hay razones para no hacerlo, vemos aquí un claro ejemplo de pusillus grex, bien que reducido a su mínima expresión, que todavía resiste en la antaño católica capital bruselense. Pero lo curioso del caso, al menos para nosotros, es el lugar donde este resto del pueblo creyente se reúne para seguir dando culto a Dios: la Iglesia de los Mínimos.

Efectivamente, según se cuenta en un librito sobre la historia del órgano de aquella iglesia, que adquirimos en nuestra visita a la misma hace ya algunos años, los frailes mínimos llegaron a Bruselas en 1616, residiendo primero, esto según Roberti, en una ermita erigida en 1660 siguiendo en un todo las trazas de la Santa Casa de Loreto; una nueva iglesia más capaz, la que hoy puede contemplarse, comenzó a edificarse en 1700, cuya primera piedra puso el duque de Baviera y gobernador de Bélgica, Máximo Emmanuel, no concluyéndose las obras hasta 1715, por lo que se trata de un edificio de transición entre el barroco y el neoclasicismo. Los mínimos estuvieron residiendo en su convento de Bruselas hasta el año 1796, en que los vientos revolucionarios los expulsaron de su morada, provocando la dispersión de los religiosos, la destrucción del edificio conventual y el cierre del templo. En 1806 la iglesia fue reabierta al culto por la autoridad diocesana, el arzobispo de Malinas, como auxiliar de la parroquia de Notre-Dame de la Chapelle y puesta bajo la advocación de los Santos Juan y Esteban. En 1811, durante la ocupación francesa, la iglesia fue requisada por el gobierno intruso para dedicarla a almacén de tabaco: pasó “del incienso a la nicotina”, como dice el autor del librito, sin solución de continuidad, en cuyo uso se mantuvo hasta el año 1814, en que fue reabierta al culto. Pero lo que todavía nos resulta más sorprendente de esta historia es que, habiendo transcurrido más de doscientos años de la marcha de los hijos de san Francisco de Paula y después de las vicisitudes por las que ha pasado, aquella iglesia siga siendo conocida hoy en día entre la gente como la de los Mínimos, manteniendo así su pequeña parte en el resto del pueblo cristiano que aún peregrina en la ciudad de Bruselas. O tempora, o mores…

1 Hemos introducido algunos cambios en la traducción original del texto para facilitar su comprensión.

(Post cortesía de Jorge A. Jordán)