"Nolite timere, pusillus grex, quia complacuit
Patri vestro dare vobis
regnum" (Lc 12, 32). No temas, pequeño rebaño,
porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino (Lc 12, 32).
Con la consoladora expresión “pequeño rebaño” (pusillus
grex) se ha aludido en la historia de la Salvación a la
reducida porción de los creyentes que en todos los tiempos se
mantiene fiel a la Palabra de Dios a pesar de las pruebas y
persecuciones a que son sometidos.
El año pasado
la editorial Encuentro publicó la versión castellana de un pequeño
ensayo que con el sugerente y a la vez apocalíptico título de "¿El
último Papa de Occidente?" ha escrito el periodista italiano
Giulio Meotti (Arezzo, 1980) glosando la figura del papa emérito
Benedicto XVI en su particular cruzada contra la descristianización
de Europa “en medio de una civilización en desintegración y que
una vez fue la joya del mundo”, como afirma el prologuista, John
Waters, diagnosticando “los condicionantes externos y las
patologías que aceleraron este proceso”. En uno de los capítulos
del libro el autor va desgranando datos acerca de la aceleración del
proceso de abandono de la Iglesia por parte de los europeos; en
relación con la capital de la nueva Europa por antonomasia, la
ciudad belga de Bruselas, nos dice que allí la mitad de los niños
de las escuelas públicas son musulmanes y que solamente el 1 % de
sus habitantes se reconoce como católico practicante: “en Bruselas
los musulmanes tienen 77 mezquitas llenas de gente rezando; los
católicos tienen 110 iglesias casi vacías, 35 de las cuales están
destinadas a ser cerradas”. Supongo que para no abrumar al lector
con tantos datos, Meotti los va entremezclando con anécdotas,
propias o ajenas, que sirven para ilustrar mejor su discurso; así
sucede con la que va a ser objeto de esta entrada, de la cual, por
cierto, no podemos saber quien fue a ciencia cierta su protagonista
porque la referencia bibliográfica de la que se toma la cita está
equivocada en las notas al texto; dice así (p. 46):
«En el corazón del casco
antiguo de Bruselas, en el barrio de Les Marolles –una zona con
población mezcla de inmigrantes pobres y hípsteres
fumadores de Gauloises
[cigarrillos]- hay
una iglesia decadente, la Iglesia de los Mínimos, construida a
principios del siglo XVIII donde antes había un burdel. Una tarde, a
finales de diciembre, llegué a tiempo para la misa de las 12:15,
pero la iglesia estaba completamente vacía. Después de un rato,
apareció un hombre y me señaló una puerta. En una capilla no más
grande que un comedor, encontré la asamblea, compuesta por una mujer
de 60 años, un hombre de 50 años y el sacerdote, de pie ante una
pequeña mesa cubierta con un paño blanco en la que había una
Biblia, un misal, dos velas y un crucifijo».
Si hemos de
creer al desconocido cronista de que se hace eco Meotti, y no hay
razones para no hacerlo, vemos aquí un claro ejemplo de pusillus
grex, bien que reducido a su mínima expresión, que todavía
resiste en la antaño católica capital bruselense. Pero lo curioso
del caso, al menos para nosotros, es el lugar donde este resto del
pueblo creyente se reúne para seguir dando culto a Dios: la Iglesia
de los Mínimos.
Efectivamente, según se cuenta en un librito sobre
la historia del órgano de aquella iglesia, que adquirimos en nuestra
visita a la misma hace ya algunos años, los frailes mínimos
llegaron a Bruselas en 1616, residiendo primero, esto según Roberti,
en una ermita erigida en 1660 siguiendo en un todo las trazas de la
Santa Casa de Loreto; una nueva iglesia más capaz, la que hoy puede
contemplarse, comenzó a edificarse en 1700, cuya primera piedra puso
el duque de Baviera y gobernador de Bélgica, Máximo Emmanuel, no
concluyéndose las obras hasta 1715, por lo que se trata de un
edificio de transición entre el barroco y el neoclasicismo. Los
mínimos estuvieron residiendo en su convento de Bruselas hasta el
año 1796, en que los vientos revolucionarios los expulsaron de su
morada, provocando la dispersión de los religiosos, la destrucción
del edificio conventual y el cierre del templo. En 1806 la iglesia
fue reabierta al culto por la autoridad diocesana, el arzobispo de
Malinas, como auxiliar de la parroquia de Notre-Dame de la Chapelle
y puesta bajo la advocación de los Santos Juan y Esteban. En 1811,
durante la ocupación francesa, la iglesia fue requisada por el
gobierno intruso para dedicarla a almacén de tabaco: pasó “del
incienso a la nicotina”, como dice el autor del librito, sin
solución de continuidad, en cuyo uso se mantuvo hasta el año 1814,
en que fue reabierta al culto. Pero lo que todavía nos resulta más
sorprendente de esta historia es que, habiendo transcurrido más de
doscientos años de la marcha de los hijos de san Francisco de Paula
y después de las vicisitudes por las que ha pasado, aquella iglesia
siga siendo conocida hoy en día entre la gente como la de los
Mínimos, manteniendo así su pequeña parte en el resto del pueblo
cristiano que aún peregrina en la ciudad de Bruselas. O tempora,
o mores…