Tal vez el mínimo español
más famoso del siglo XIX haya sido el Padre Fernando Carrillo, del
convento de la Victoria de Madrid. Deplorable fama, por cierto,
debida a su labor de censor eclesiástico de obras teatrales,
ejercida durante la década absolutista. La historia literaria
liberal le ha calificado como “verdugo del pensamiento” y “azote
de los poetas dramáticos”. Entre quienes sufrieron especialmente
su intransigente severidad, no siempre justa y a veces incluso
grotesca, hay que mencionar especialmente a Antonio Gil y Zárate.
Sus enemigos nos pintan al
Padre Carrillo orondo, glotón y desaseado, además de implacable en
el confesionario. Señalan también que su ocupación favorita era el
asistir espiritualmente a los reos de muerte. Así, se cuenta que en
una ocasión un condenado fue indultado en el último momento y media
hora después, al comentar el suceso, el Padre Carrillo dijo: “ha
sido una lástima porque estaba muy bien preparado para la muerte”.
En su labor censora no admitía en los diálogos teatrales
expresiones como “Ángel mío” o “yo te adoro”. En una
ocasión suprimió la frase “aborrezco la victoria”, porque creía
que había sido escrita contra su convento. Muchos ejemplos parecidos se citan de él. A veces quedaba la obra tan mutilada o tan modificada que el sufrido autor acababa
por renunciar a estrenarla. Si damos confianza al mismo Gil y Zárate,
alguna obra lograba pasar si previamente el autor se granjeaba una
mejor disposición del fraile regalándole una cajita de rapé,
sustancia de la que hacía uso frecuente. Tan amplia fue la
desgraciada fama del Padre Carrillo que aparece mencionado en los
Episodios Nacionales (Los apostólicos) de Pérez Galdós y
hasta en una novela (Los confidentes audaces) de Baroja.
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