Cuando uno maneja ciertos
volúmenes de los siglos XVI y XVII o inicios del XVIII no puede
menos que admirarse de la capacidad de trabajo que tenían los
intelectuales mínimos (también los de otras Órdenes, pero uno se
fija en los méritos domésticos) de la época. Thierry, Montoya,
Peyrinis, La Noue, Mersenne, Palanco y un largo etcétera compusieron
libros que requieren no ya horas y horas de elaboración, sino años enteros, más si pensamos
en las citas de autoridades que contenían. Libros que se escribían
no con estilográficas o bolígrafos, sino con una pluma que había
que mojar en un tintero. Se comprende entonces el porqué los
Lectores llegaban a gozar de privilegios como la exención de coro o
similares. Personalmente, admiro su capacidad mnemotécnica, su
habilidad redactora, su intrépida confianza al afrontar la
composición de tan amplísimas obras. Pero, sinceramente, lo que más
admiro es su peculiar resistencia, aquella resistencia que el
agustino David Rubio, que fue profesor en la Universidad Católica de
Washington, llamaba “resistencia posaderil”.
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