jueves, 2 de abril de 2020

Los mínimos y las epidemias

Las epidemias eran algo que ni nuestra generación ni apenas la de nuestros padres había conocido. La aplicación sistemática de la vacunación había relegado este mal sueño a un pasado que se nos antojaba lejano. Por eso, la confusión reina actualmente entre nosotros. Pero en el pasado no siempre fue así. La epidemia era un impulso de actividad, desde los pensadores a los más humildes.

En los mínimos tuvimos sujetos que escribieron libros sobre el origen de la peste y su tratamiento, como el Padre Saguens o Fray Isaac Quatroux. Y otros que asistían a los enfermos espiritual y materialmente; en este sentido, crónicas imparciales reflejan que muchas veces los regulares mostraban más coraje y cercanía a la feligresía que los sacerdotes seculares. Los mínimos recordamos al brillante predicador Jean Dehem que en la epidemia de 1562 se contagia y muere después de administrar los últimos sacramentos a una moribunda. Se recuerda con qué dedicación fray Gianbattista Nereto asistía a los enfermos de peste en Génova en 1574. El arzobispo Del Fosso dará muestras de su caridad con los enfermos de peste en Reggio en 1577. Contamos con orgullo en nuestras filas a las hermanas De Vis, que formaron parte del grupo de primeras mínimas francesas, y que de jovencitas (1590) habían atendido a los enfermos de peste de Abbeville. El futuro General Quinquet, siendo Corrector en Compiègne, se dedica con entrega a la atención de los apestados. También mueren contagiados atendiendo a los enfermos material y espiritualmente el Padre Palomas en Utrera (1685) y el Padre Palumbo en Monopoli (1691). Los historiadores municipales recordarán en Toulon y La Valette al Padre Bastide que en la epidemia de 1720 visitaba arriesgadamente a los enfermos dos o tres veces al día. En aquella misma infección los mínimos de Marsella se sacrificarán en la asistencia a los enfermos. Aquella epidemia fue también ocasión de difusión del culto a San Francisco de Paula; Padre Pasturel lo publicitará en su obra sobre los milagros que en tales circunstancias han sido atribuidos al Santo. Como curiosidad, mencionemos también un curioso efecto indirecto: el Padre Michel-Ange Marin, obligado al confinamiento en el convento de los carmelitas de Aviñón (el de los mínimos se había destinado a hospital de apestados), incrementará sus estudios e iniciará su proficua labor literaria. En el siglo XIX el Padre Vilademunt quien, tras la exclaustración de 1835 pasaría a Roma y sería Maestro de Novicios y Pro-Colega General, asistía espiritualmente a lo enfermos de fiebre amarilla en Barcelona; en aquella misma epidemia el Padre Constans empleó con éxito (reconocido por algunos médicos) un remedio oleaginoso de elaboración propia. Todos ellos partían de la arraigada convicción de que, si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es así que en 1854, en el tiempo del cólera, el Padre Ricca instituye en Marassi un novenario anual a la Madonna della Guardia. La historia ofrece sus datos. Los ofrecerá también sobre nuestra actualidad.