No, decididamente no tenemos
mucha suerte los Mínimos cuando salimos en las obras de ficción. Todavía menos
cuando las protagonizamos. La obra salió en 2014, pero uno no está siempre
actualizado sobre las últimas novedades editoriales. Se titula la novela
“Los caprichos de Dios” y omitiré el
nombre del autor porque, por las razones que expondré seguidamente, se trata de
persona desmedidamente modesta. La cosa va de un religioso mínimo, un tal Juan
Rocaful, que, como un remedo de Adso de Melk,
cuenta sus peripecias de juventud y madurez en torno a la historia del convento
de San Francisco de Paula de Alcantarilla.
El autor ha realizado, al
parecer, un trabajo de investigación ímprobo, pero, por modestia y humildad, lo
disimula bien tejiendo su relato desde la inverosimilitud, adornándolo con el
anacronismo y haciendo gala de originalidad terminológica.
Empezamos con un fraile mínimo “reclutador”
que, a la búsqueda de recursos humanos para un convento a fundar en el reino de
Murcia, se pierde en el Pirineo catalán a principios del siglo XVIII y recluta
a nuestro protagonista (que tiene entonces 15 años) y emprenden viaje hacia
Alcantarilla. Vamos en plan El nombre de la rosa y no vamos bien. Pero todavía
más pasmosa resulta la historia cuando se nos cuenta, por ejemplo, que el joven
Rocaful se da él mismo la primera comunión, que, hallándose en Barcelona varias
semanas esperando barco que les llevase gratis a Cartagena, se alojan en un
convento de dominicos en lugar de estar en el de los mínimos, o que en
comunidad rezan Laudes antes de la cena. Que sí, que son unos frailes raros.
Hay uno que a la puerta de la ermita de la Salud, aprovechando el mañanero sol
primaveral, se sienta y se remanga la túnica hasta dejar ver los muslos. Están fundando un “convento que sirva de
hospicio”, pues, para el autor, la palabra “hospicio” no tiene el sentido, como
lo tenía en aquel contexto, de una casa religiosa incipiente, sino el sentido
actual corriente de una especie de albergue de pobres, transeúntes y enfermos.
Sigue disimulando su erudición no sólo callando que Belluga aprendió las
primeras letras con los mínimos de Motril, sino explicando que el Lector era el
que leía en el refectorio, distinguiendo entre el Prelado (simpático gran
mandamás, cargo vitalicio en la comunidad) y el Corrector (tipo antipático que
juzga y condena). Para ahorrarle al lector ideas claras y distintas, no
distingue entre sacerdotes, hermanos y oblatos, de forma que cuando habla del
rezo resulta un galimatías y, por lo que respecta al silencio, se guarda en el
refectorio durante la primera y segunda misa (será por respeto a la
celebración). El problema que tiene abordar el capítulo sexto de la Regla de
los mínimos cuando llevas escritas doscientas páginas es que a aquellos pobres
frailes a los que se nos ha presentado continuamente atiborrándose de queso,
hay que forzarles a enterarse por unos colegas que vienen de Valencia de que el
voto de vida cuaresmal se extiende también a la abstinencia de huevos y
lacticinios, con lo cual esos protagonistas que nos resultaban tan simpáticos
resultan ser unos perfectos majaderos
que no sabían ni lo que habían profesado. Por cierto, raramente les vemos comer
pescado, apenas una docena de truchas
que se zampan entre cinco en una Nochebuena. El protagonista Juan de Rocaful goza, además,
del don de profecía, porque, habiendo sido reclutado a los 15 años en 1704 y
poniendo fin a su manuscrito a los 71 años de edad, nos relata en el mismo
hechos acaecidos en 1763 y en 1770. En fin, caprichetes de Dios…
Tendría usted que dedicarse a la crítica literaria.
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