lunes, 4 de julio de 2022

Un dios caprichoso y unos frailes tan buenos como obtusos

 

No, decididamente no tenemos mucha suerte los Mínimos cuando salimos en las obras de ficción. Todavía menos cuando las protagonizamos. La obra salió en 2014, pero uno no está siempre actualizado sobre las últimas novedades editoriales. Se titula la novela “Los  caprichos de Dios” y omitiré el nombre del autor porque, por las razones que expondré seguidamente, se trata de persona desmedidamente modesta. La cosa va de un religioso mínimo, un tal Juan Rocaful,  que, como un remedo de Adso de Melk, cuenta sus peripecias de juventud y madurez en torno a la historia del convento de San Francisco de Paula de Alcantarilla.

El autor ha realizado, al parecer, un trabajo de investigación ímprobo, pero, por modestia y humildad, lo disimula bien tejiendo su relato desde la inverosimilitud, adornándolo con el anacronismo y haciendo gala de originalidad terminológica.

 Empezamos con un fraile mínimo “reclutador” que, a la búsqueda de recursos humanos para un convento a fundar en el reino de Murcia, se pierde en el Pirineo catalán a principios del siglo XVIII y recluta a nuestro protagonista (que tiene entonces 15 años) y emprenden viaje hacia Alcantarilla. Vamos en plan El nombre de la rosa y no vamos bien. Pero todavía más pasmosa resulta la historia cuando se nos cuenta, por ejemplo, que el joven Rocaful se da él mismo la primera comunión, que, hallándose en Barcelona varias semanas esperando barco que les llevase gratis a Cartagena, se alojan en un convento de dominicos en lugar de estar en el de los mínimos, o que en comunidad rezan Laudes antes de la cena. Que sí, que son unos frailes raros. Hay uno que a la puerta de la ermita de la Salud, aprovechando el mañanero sol primaveral, se sienta y se remanga la túnica hasta dejar ver los muslos.  Están fundando un “convento que sirva de hospicio”, pues, para el autor, la palabra “hospicio” no tiene el sentido, como lo tenía en aquel contexto, de una casa religiosa incipiente, sino el sentido actual corriente de una especie de albergue de pobres, transeúntes y enfermos. Sigue disimulando su erudición no sólo callando que Belluga aprendió las primeras letras con los mínimos de Motril, sino explicando que el Lector era el que leía en el refectorio, distinguiendo entre el Prelado (simpático gran mandamás, cargo vitalicio en la comunidad) y el Corrector (tipo antipático que juzga y condena). Para ahorrarle al lector ideas claras y distintas, no distingue entre sacerdotes, hermanos y oblatos, de forma que cuando habla del rezo resulta un galimatías y, por lo que respecta al silencio, se guarda en el refectorio durante la primera y segunda misa (será por respeto a la celebración). El problema que tiene abordar el capítulo sexto de la Regla de los mínimos cuando llevas escritas doscientas páginas es que a aquellos pobres frailes a los que se nos ha presentado continuamente atiborrándose de queso, hay que forzarles a enterarse por unos colegas que vienen de Valencia de que el voto de vida cuaresmal se extiende también a la abstinencia de huevos y lacticinios, con lo cual esos protagonistas que nos resultaban tan simpáticos resultan ser unos perfectos  majaderos que no sabían ni lo que habían profesado. Por cierto, raramente les vemos comer  pescado, apenas una docena de truchas que se zampan entre cinco en una Nochebuena.  El protagonista Juan de Rocaful goza, además, del don de profecía, porque, habiendo sido reclutado a los 15 años en 1704 y poniendo fin a su manuscrito a los 71 años de edad, nos relata en el mismo hechos acaecidos en 1763 y en 1770. En fin, caprichetes de Dios…


1 comentario:

Los mensajes son moderados por el administrador del blog.
No se admitirán comentarios insultantes o improcedentes.