Una de cal y otra de
arena. Dos textos relativos al mismo monasterio. Poco más de 50 años
entre uno y otro.
Primer texto:
“La caridad no tiene
límites estrechos. Las entrañas de la religión que la inspira son
dilatadas. Siente que hay otras necesidades en la gran familia
cristiana y se alegra de encontrar en la diversidad de los
establecimientos monásticos los medios para satisfacerlas. ¡Cuántas
gracias estas siervas del Señor, recogidas noche y día al amparo
del santuario, han hecho descender del cielo como rocío bienhechor
en el alma de los pecadores, sorprendidos ellos mismos de su
conversión al no poder humanamente explicar la causa de ella!
¡Cuántos que en el corazón de la noche, a la salida de una fiesta
mundana o de un jolgorio desenfrenado, han oído la voz de Dios al
mismo tiempo que sonaba la campana del monasterio! ¿Cuántas veces
las oraciones fervorosas de estas santas mujeres han forzado al ángel
exterminador a envainar su espada?...Dios en un pecador inmolado no
halla más que a una víctima inmunda; pero que una virgen oculta a
los ojos del mundo, viviendo en estado de continua expiación por
pecados que no ha cometido, sucumba bajo los golpes del Señor...Su
justicia se apacigua satisfecha ante una víctima enriquecida con
todos los tesoros de la más pura inocencia y del exceso de la
penitencia más rigurosa y más voluntaria. ¡A esto le llaman una
vida inútil!”
Segundo texto:
“Estoy desde hace dos
años en el convento de las mínimas, donde me condujo mi vocación.
Lo he dejado en las condiciones que ustedes conocen y, sin embargo,
he vivido en él horas dulcísimas, gracias al afecto maternal que
tenía por mí la superiora Sor Teresa Gaubert. Esta mujer santa y
digna me manifestaba constantemente sus buenos sentimientos, lo que
desplacía un poco a mis compañeras.
El pasado 18 de julio
tuve el dolor de perder a mi buena madre la superiora y desde
entonces fui objeto del odio tenaz de las hermanas. Las que más se
ensañaban eran las hermanas San Juan, San Ignacio, Escolástica y
del Buen Pastor, pero la más feroz era sin duda sor Ignacia. Me
privó de pan durante tres días y el cuarto día me dio por todo
alimento unos curruscos duros absolutamente incomibles. Por la noche
me hacía acostar en el suelo y cuando me permitía ir al lecho,
disponía el mueble de tal manera que era imposible no caerse al
menor movimiento involuntario. Cansada de estas persecuciones y
enferma por la falta de alimento, decidí escapar. Esta mañana, con
el pretexto de no encontrarme bien, no bajé a la capilla con mis
hermanas, y, mientras ellas oían la misa, me trasladé rápidamente
a un pequeño cuarto cuya ventana se abre a un metro del muro de
clausura, del lado de la calle de l'Aube. A riesgo de matarme, pero
resuelta a sustraerme a las torturas que he sufrido desde hace tres
meses, tomé impulso y salté encaramándome a lo alto del muro.
Desde ahí he pedido socorro...”
Ambos textos se refieren
al monasterio de mínimas de Marsella.
El primer texto es de
1851 y consiste en la exhortación del Obispo del lugar cuando
bendijo el nuevo monasterio y capilla. El Obispo era San Eugenio de
Mazenod (fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada). La
fuente es la Enciclopedia Teológica de Migne.
El segundo texto se
refiere a lo acaecido en octubre de 1904; es la narración que hizo
en persona mademoiselle Morin, después de ser “rescatada” de lo
alto del muro de clausura. La fuente es, reproduciendo una
información de “Le Matin”, el diario “L'Éclaireur du
Finistère” (Morlaix).
¡Cuántos ejemplos de santidad y de miseria habrá entre los muros de los monasterios contemplativos!
ResponderEliminarPues probablemente los mismos (o casi) que extramuros...
ResponderEliminarEste post me recuerda lo poco estudiada que está la orden de las mínimas, al menos en España, y ello a pesar de su presencia continua entre nosotros desde hace ya varios siglos.