O más. Nuestra Regla, en
su capítulo cuarto, sobre el rezo en el coro del Oficio, rezo que es
una exigencia, una obligación, un compromiso, un pasivo cierto (de
ahí, que se emplee la expresión “persolvant divinum
Officium”), da estas indicaciones:
La segunda indicación
(el rezo sin canto) y la tercera (con reverencia y las debidas
ceremonias) tienen que ver con lo externo, lo formal, en tanto que la
primera, aunque tiene su reflejo en el exterior, acentúa la
disposición interior (esto es, con ardor y temblor o, en la
traducción parafrástica italiana, “con spirito di santo timore e
di esultanza”).
A partir de aquí, son
mil las maneras de rezar en coro que se encuentran en nuestras
diversas comunidades y dentro de cada comunidad. Como se dice en
catalán, “tants caps, tants barrets” (literalmente, tantos
sombreros cuantas cabezas, equivalente a cada maestrillo tiene su
librillo).
En principio, los que
rezan con mucho tremore y poco alacriter, y viceversa. Hay frailes
que rezan con una voz lastimera, de la que cualquier exultación está
ausente, más bien parece que estén patéticamente atados al potro
del tormento. Otros, en cambio, parecen rezar para un Dios sordo,
como si quisieran ser oídos hasta los límites del orbe o como si
antes de acudir a la cita coral se hubieran tomado media docena de
bebidas energéticas. O, lo que quizás es todavía peor, hay
comunidades, particularmente femeninas, en las que el rezo se
uniformiza en una voz robótica y neutra. El ritmo es también un
reto. Hay quien reza los versículos de un golpe de voz y, siguiendo
una costumbre tradicional, intercala un silencio equivalente a decir
“Avemaría” y hay quien, observando escrupulosamente todos y cada
uno de los signos de puntuación, hace cabalgar un verso sobre otro
sin dificultad, evitando incluso las sinalefas. Hay quien cantaría
siempre todo el oficio, quien no lo cantaría nunca y quien más vale
que no lo cante jamás. Conviene recordar que la prohibición del
canto, interpretada en los orígenes (1508) dentro del engranaje de
la vida cuaresmal, fue abrogada, por motivos tal vez en última
instancia económicos, en 1754 por el Papa Benedicto XIV que permitió
el uso en los mínimos del canto gregoriano.
Capítulo aparte es el
del atuendo. Si durante siglos se ha observado el uso del santo
hábito en coro, hoy día (a pesar de que este uso sigue siendo
prescrito por las Constituciones) la vestimenta es entre los frailes
más variada. Habrá influido también en ello el que, con la
reducción del número de conventuales y el aumento de ancianos,
frecuentemente se ha sustituido el gélido y desproporcionado coro de
la iglesia (una desproporción realmente asombrosa se ejemplifica en
uno de los más recientes coros extraeuropeos) por el más acogedor y
familiar oratorio interno. Y así hay mil maneras de vestir en el
coro: con hábito, con traje de oficinista, con camisa de camionero y
jeans, con chándal, etc.; hoy en unos laudes mínimos pueden
hallarse religiosos con incluso gorras, pantuflas, bermudas o
chancletas.
Positivamente hay que
señalar que, hasta donde yo sé, en contraste con épocas anteriores
(donde la predicación o la enseñanza o su preparación respectiva
fundamentaban las exenciones), no suelen haber demasiados religiosos
exentos de coro. Las ausencias son excepcionales y responden en la
mayoría de los casos a enfermedades que realmente impiden seguir
adecuadamente esta dimensión primordial de la vida regular. Tanto es
así que hemos conocido casos de frailes mayorcitos a los cuales para
otras cuestiones se les iba bastante la olla, pero que, en cambio, se
desempeñaban admirable y fielmente en el rezo del coro. Resulta hoy,
en cambio, difícil de imaginar un caso como el del Beato Gaspar de
Bono; como se sabe, en la última época de su vida padeció una
enfermedad renal que le constreñía a miccionar frecuente e
imprevisiblemente; no le arredró ello en su fidelidad al rezo
comunitario, ya que solucionaba el problema llevándose al coro una
“bacinilla”... O sea, mil y una maneras de rezar.